Ausencia (cuento)

Introducción

Hace unos días he subido a redes sociales la lectura de este cuento.
Lo escribí para el taller de Pilar Galán, que se hizo en mayo, en la Biblioteca de Extremadura. El último día de ese taller no pude asistir y, por tanto, no pude recoger la corrección de este texto, aunque el día anterior me dio una valoración breve cuando terminé de leerlo allí mismo. Con todo, os dejo el texto para que podáis leerlo aparte de haberlo escuchado. Ahí va.

Ausencia

He visto pasar el tiempo como quien observa un vídeo grabado a cámara rápida. He sentido el juego incoherente de las nubes a mi alrededor, las caricias suaves en mi torre, el susurro sordo del metal de mi campana en los abrazos del viento. Han sido mis vidrieras de colores infinitos, mi orgullo, las que han adornado la monotonía de los días de clausura.

Soy viejo. Mucho. Todos somos viejos aquí. Albergo senectud.

La abadesa lleva más de treinta años cuidando las junturas de mis huesos. Se preocupa por mí. Más de treinta años preocupada.

Me gusta sentir el cosquilleo de sus pasos en mis pasillos oscuros, ella forma parte del frío de mi piedra, del eco del silencio, del arrullo de las oraciones que nunca llegan al mar.

Es vieja. Mucho. Hace tanto, que siempre ha estado aquí conmigo. Ella conoce lo más sórdido de mis entrañas y lo engrandece. La he echado de menos.

Estoy acostumbrado a los halagos de las gentes que se paran a observarme, ya no sé vivir sin ellos, aunque no sepan mirarme como ella me mira, desde dentro.

El vacío que dejó desparramado por el suelo me pesa más que su carne. Su ausencia es pesada. La vi titubear tras la madera gruesa de hierro incrustado en el tiempo y, también, la vi salir.
Ella me ve cómo yo la veo.

Hasta llegar al umbral que separa los siglos, se recompuso en un ritual de pensamientos contradictorios, que llevaron su cuerpo de aquí para allá, errando el rumbo del claustro. La conozco como ella a mí. Tuve miedo cuando la noté observarme desde lejos cómo había hecho la primera vez que la vi. Ese día temblaba con el repiqueteo de las gotas que lloraba el cielo. Tuve miedo de que se enamorara del amarillo ocre del otoño, de que quisiera cambiar el murmullo de oraciones secas por el agradable rumiar del gentío. Tuve miedo. Ella también lo tenía.
Ella me conoce cómo yo a ella.

Volvió con la alegría dibujándose en los ojos al tiempo que yo vaciaba la angustia en un suspiro.

— Solo quería recordarte. Volver a grabar en la memoria las aristas que me acogen. — Me dijo.

Esa tarde y solo esa, sentí el frío en mis huesos como nunca antes. Esa tarde y solo esa, entendí que aquel frío era el dolor de su ausencia.

Nia Estévez Portillo

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