RAÍZ

Siempre que estoy cerca huele a arroz con leche y a zanahorias.

Bajamos todas las mañanas a enredarnos la arena entre los dedos y a embadurnarnos los ojos de luz, aunque acabemos con la piel sucia de salitre y aceites, a veces, incluso, la pelusa de la toalla nueva se atreve a instalarse entre los pliegues.

Cuando llevo unas diez páginas leídas, noto a mi derecha una sombra que me obliga a fruncir el ceño, me molesta que, haga lo que haga, siempre acaba entorpeciendo algunos de mis momentos preferidos. Ese olor que ella desprende invade todo y pasa por encima del que nos trae la brisa. Es torpe cuando trata de sentarse y el gesto de cruzar las piernas se hace extraño. Ella me parece extraña la mayor parte del tiempo. Me pregunta si me gusta el libro y me irrita tener que contestarle, me irrita, que me haya preguntado y sólo puedo mover la cabeza en un gesto afirmativo. Vuelvo al libro, pero no leo. Me ha sacado de la historia y ahora ella es la protagonista de este momento.

Con la misma torpeza con la que trató de levantarse pretende quitarse la parte de arriba del bikini y la miro de reojo mordiéndome la lengua. No es por su torso desnudo, no sé por qué es en realidad.

Se tumba, esta vez boca arriba y puedo ver con claridad los dos colores que visten su cuerpo, no se ha echado crema sobre los pechos y, aunque estoy tentada a decírselo, no lo hago. Se va a quemar y no me importa. Ese lugar que un día fue mi sustento se muestra marchito, sin vergüenzas. Pienso que ese corazón suyo albergó mi pena muchas veces y se quedó recogida en el canalillo que ahora no existe. Se fue ese tiempo y esa pena. Lleva un rato removiéndose inquieta porque sabe que la observo y se excusa en el calor para decir alguna cosa que rompa el silencio que nos une. En realidad, sólo nos separan diez centímetros de arena, que parecen un abismo de meses, de no cenar en la cocina, de no compartir el ascensor, de distintas programaciones de televisión… de la ausencia de roces con la punta de los ojos. Le brilla la piel como el destello de un beso y una gota de nostalgia se me seca en el lagrimal escondida bajo mis gafas de sol.

Se ha levantado para darse un chapuzón.

Después de una invitación que sabía rechazada de antemano, se aleja despacio, tropezando con los pormenores que nos han traído hasta aquí a las dos solas. Creo que no está sirviendo para nada. Su espalda está repleta de culpa y de marcas que ha dejado la toalla, tiene pecas en los hombros que se desdibujan por el reflejo del día y sus hombros sostienen el llanto contenido de mi garganta. Se gira despacio y se vuelve oscura. Su contorno, unas líneas que conozco muy bien porque se parecen a las mías, es lo único que se distingue, pero un gesto de la mano delata su insistencia para que vaya al agua con ella. No quiero ir. Me parece que supone que no la he visto, porque sigo escondida tras mis cristales oscuros sumergida en otro lugar que no es el libro. Espero a que se canse y se gire de nuevo.

Esa mujer desconocida que fue mi primera palabra, me duele en las sienes cuando me miro al espejo y la veo.

Vuelve chorreando una sonrisa y me cuenta lo buena que está el agua. La pierdo de vista un momento y me levanto las gafas para mirar al horizonte. Me doy cuenta de que el mar ha absorbido el color de los ojos de mi madre, la miro a ella sólo por cerciorarme de que no estén grises y está tan cerca, que me topo de frente con mi nombre, en una cicatriz que camina muy despacio desde el ombligo hasta, lo que adivino, fue una vez mi casa. Noto la humedad recorriéndome las venas y pienso que me está salpicando cuando recoge su pelo en un moño mal hecho, pero no. No es ella. Son mis propios pensamientos los que están emborrachándome la risa, porque le he sonreído y ella no da crédito, pero me la devuelve más fuerte. Me olvido por un momento de mis tormentas y soy feliz. Me descargo en la desvergüenza y me levanto. No recuerdo en qué momento la tomé de la mano para arrastrarla de nuevo al agua, pero me la aprieta tan fuerte, que me instalo más tiempo en la desmemoria y disfruto de ese gesto y del agua que me moja los pies. Es verdad que estaba buena. Ella no fue nunca mentirosa.

Se para en la orilla y me suelta para dejarme avanzar. Cuando el agua me llega por la cintura me sumerjo entera y a salir a la superficie, estoy frente a ella reflejándome como en un espejo roto al que están uniendo las piezas.

Volvemos a la toalla, esta vez sin darnos la mano.

No creo que podamos recuperarnos de la perdida de nuestra otra mitad, de aquellos latidos que nos mantenían unidas. No creo que volvamos a vivir con la misma intensidad que cuando había tres toallas sobre el cielo de sus ojos. Supongo que no volveremos a ser las mismas nunca más, pero es posible que, algún día, aprendamos a reencontrarnos en los mismos momentos en los que una vez fuimos multitud sin que el vacío se instale entre nosotras.

Al menos, de vez en cuando, se tiende un puente sobre la memoria, que nos ayuda a acercarnos y hoy, aunque sólo sea por un momento, he visto a esa mujer otra vez dentro del cuerpo de mi madre y la he reconocido.

Hoy quiero ser como ella y me gustaría oler a mar mezclado con canela, a cariño que araña la piel cuando se arrastra la arena y a zanahorias. Eso es hoy, mañana, no sé.

Nia Estévez Portillo

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