#67 Química

Química

El ajetreo de la sala de espera es siempre el mismo de lunes a viernes y los fines de semana la zona de urgencias está igual. Después de 43 años ejerciendo de sanitaria no me sorprende demasiado. Aunque bien es cierto que acostumbro a estar del otro lado, no me supone un problema estar esperando un poco más de lo debido a que alguien salga de la consulta para llamarme por mi nombre.

Mi hija está más nerviosa que yo, ella opina que las personas de mi profesión perdemos la sensibilidad debido a todas las cosas que hemos visto. Yo no estoy de acuerdo del todo, pero sí me doy cuenta de que mi análisis de la situación es diferente al suyo. Noto tensión entre nosotras, hace tiempo que la distancia más allá del hueco entre las sillas de esta sala está presente. Se frota las manos y mueve las piernas, sin embargo, no soy capaz de posar mi mano sobre su rodilla para que pare, el contacto nos es aún extraño.

En este lugar casi todos tiene mala cara. Una señora con los ojos hinchados aprieta fuerte la mano de su acompañante más joven y la envidio por eso. Un chico al que le adivino unos treinta y cinco años, me parece demasiado joven para estar aquí y está solo; eso es peor. Hay más, somos muchos aunque parezcamos pocos. La imagen general da lástima, por eso decidí antes de salir de casa que me maquillaría como si fuera sábado por la noche. A mi hija no le ha resultado extraño, de hecho, creo que no lo ha notado porque está demasiado ensimismada en sus propios miedos. Yo no tengo miedo. La manera más sensata de demostrarlo es siendo y pareciendo despreocupada. Me preocupo, por supuesto, pero ni tanto ni tan poco como para que resulte ofensivo a los que se mueren de miedo por mí.

Una mujer rubia que necesita urgentemente un tinte y una alegría, pronuncia mi nombre tan rápido que casi dudo de que haya sido el mío y no el de mi vecina de la silla de al lado, pero sí lo es, porque mi hija se levanta como un resorte y agarra el bolso como si se lo fueran a robar.
Una vez dentro se dilatan un poco las formas. La enfermera medio rubia parece más amable y el médico nos mira por encima de las gafas, será miope, adivinando cuál de las dos es la mujer que atiende al nombre de la lista, deberían poner foto a la historia médica. Por la cara de mi hija parece que sea ella quien espera una sentencia, pero se dirige a mí cuando hace un resumen de lo acontecido hasta el momento, acudiendo de reojo al historial que aparece en la pantalla del ordenador.

Mi hija se remueve en la silla sin encontrar la postura, mientras el médico sigue resumiendo y quitando hierro al asunto, lo que me da una pista de lo que viene en breve; la enfermera sigue a lo suyo. Da algunos rodeos y entiendo que no se entallen las manos, entiendo que la empatía de la rubia mal teñida esté ausente si tenemos en cuenta la cantidad de gente variopinta que pasa por aquí, pero el factor común que nos une, debería darles una pista de cómo nos sentimos la mayoría. Por otro lado, creo con verdadera firmeza que deberían ser más considerados con los acompañantes que con los pacientes. De alguna manera el que acude con la dolencia intuye lo que puede ocurrir, el acompañante es un ciego que, en el caso de mi hija, ni siquiera lleva de la mano alguien que la guíe. Lo voy a pasar mal. El médico aún no lo ha dicho y yo ya lo sé, y sé también que mi hija lo va a pasar peor que yo. Es sencillo de entender. Yo tendré algo que hacer al respecto, podré luchar o rendirme, pero eso será hacer algo en cualquier caso, pero ella no puede hacer nada, tan solo esperar. Esperar es enloquecedor. Está aterrada, puedo notarlo y el médico también lo nota porque hace un momento que se dirige a ella más que a mí.

Ha llegado el momento del diagnóstico y lo recibimos como si fuera el titular de un periódico de tirada nacional. Nos dan instrucciones y digo nos dan, y nos despedimos con el gesto contraído. El médico ya se ha girado en su silla hacia el ordenador y la enfermera rebusca en sus folios el nombre del siguiente. Nadie nos mira mientras nos vamos y seguimos indefensas en lo que nos supone salir al abismo de la sala de espera. Me hago la valiente y le cojo la mano a mi hija en un gesto que nos quema, y salimos agarradas al aire frío de enero. No parecía tan frío hace una hora, pero me siento los vaqueros helados y el suéter ligero. El cielo me parece que tenga otro color, más azul y el suave roce del sol me acaricia la cara y seca alguna lagrimilla rebelde. Bueno, pues ya está hecho, hemos superado la consulta. Me suelta la mano y no me mira, le cuesta expresar los sentimientos delante de mí. Eso también se cura con el tiempo, estoy segura. Con voz grave, esa que aguanta la acometida del llanto descontrolado, me dice que me acompaña a casa y aunque no hace falta se lo agradezco. Decía mi madre que no hay mal, que por bien no venga y va a ser verdad, porque hacía ya varios meses que no pisaba mi casa. Claro que a partir de hoy me aseguro una vez al mes durante veintiuno, una por cada consulta de quimioterapia.

Nia Estévez Portillo

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