XXIII PREMIO NACIONAL DE MUJERES PROGRESISTAS
SRA. CLARITA
Me alegra mucho poder contaros que por segundo año consecutivo he ganado este premio nacional de relatos.
El año pasado ganó puta pena (que también lo tenéis en el blog) y este ha sido SRA. CLARITA.
Espero que lo disfrutéis. Me gustaría deciros que lo tenéis en vídeo en mis redes sociales.
Relato Sra. Clarita
Sra. Clarita
Paso casi todos los veranos en casa de mi abuela. Su pueblo huele a limones y tiene siempre la claridad de las noches encendidas, noches en que las mujeres se sientan en la puerta a tomar el fresco y a colocar al mundo en su lugar, a soplarles el polvo acumulado durante el día, cuando ya puede respirar la piel y dejamos de fruncir los ojos. Es mi momento favorito.
La Sra. Clarita vive en la casa enfrentada a la de mi abuela y la calle es tan pequeña, que pueden hablarse sin moverse cada una de su puerta, recostadas en su silla de charlar. Yo me siento en el bordillo entre el marco de la puerta porque siento el fresco que sale de dentro, como si la casa quisiera exhalar el olor a manzanilla, la cena recién recogida, las camas abiertas, a las noches de verano. La casa de mi abuela huele siempre bien.
La Sra. Clarita saca dos sillas, aunque una está siempre vacía y no deja que nadie la ocupe. Ella tiene la piel fina por las caricias de su abanico y le sabe la risa a esperanza, un halo de nostalgia la recubre como el aire que queda dentro de las gotas de agua, que descansan sobre las hojas verdes en primavera. Mi abuela dice que la nostalgia mata los sueños. Mi abuela sabe muchas cosas y mi madre me ha explicado qué significa esa frase.
Una brisa caliente y suave ha barrido las palabras, y una de las mujeres dice que ha pasado un ángel. La Sra. Clarita mira la silla vacía y suspira recogiendo toda la pena que cabe en el espacio-tiempo de este año entero, y la veo levantarse con la pesadumbre que deja una carga invisible sobre sus hombros, para entrar en su casa. Es la misma postura que tengo yo cuando salgo del colegio con la mochila cargada. Cuando vuelve, trae consigo un recipiente con trozos de sandía. Coge un trozo, invita a las demás, que también cogen algunos y me hace un gesto para que vaya a su lado. Me ofrece todo lo que queda en el recipiente y yo lo acepto porque tengo sed. Qué niña más callada tienes Elvira, le dice a mi abuela, que la mira con un gesto que le grita, que no sabe lo equivocada que está, pero como mi abuela dice que cuando salimos a la puerta tengo que ver, oír y callar, pues no le he dirigido la palabra, de todos modos, no hacía falta. A veces, los gestos son más concretos que los verbos y cuando la señora Clarita me entrega el recipiente, me roza la cara en una caricia. Tiene las manos suaves y frías, tanto que acaba de atravesarme el invierno. Me termino la fruta y me dice que deje el táper en el suelo y en poco tiempo las hormigas corren a endulzarse la vida. Mi abuela me riñe por la cochinería y me obliga a entrar en casa a lavarlo bien. Cuando salgo me doy cuenta de que el frío sigue en mi boca, me sopla al oído y se me cuela dentro al fijarme en que la señora Clarita es nívea. Desde el pelo, que parece una perla lisa y tan precisa como las tareas de mates, hasta su piel, pasando por el infinito de sus ojos, que, aunque azules, tienen un precipicio dentro. Me da un escalofrío. Lleva un vestido fino de flores azules y es la única nota de color a una vida que me parece cada día más gris. La veo como un árbol en otoño, bajo el cielo nuboso, que pierde sus hojas solo por mirarlas. La señora Clarita es otoño por fuera e invierno por dentro. No le encuentro el verano, creo que se fue con la persona que no ocupa la silla de al lado.
Mi abuela le ha dicho muchas veces que no puede pasarse lo que le queda de vida bailando con el eco de fantasmas. Ella recoge sobre el pecho lo que parecen balas, las absorbe en silencio y sigue sacando las dos sillas cada noche. Debe ser una mujer fuerte y valiente, eso opino yo porque me enteré un día de que se sacó el carné de conducir a los sesenta, la criticó todo el pueblo porque no estaba bien frío el cuerpo de su marido, cuando ya se había apuntado a la autoescuela. Ahora puedo hacer lo que me dé la gana, a ver si también me va a joder la vida después de muerto, dicen que dijo, en un ataque de palabrotas y rabia, que no pensaba que pudieran vivir dentro de su boca. Yo pienso casarme después de sacarme el carné, por si acaso.
Me está entrando sueño y mi abuela me manda a la cama después de darle un beso.
Paso la noche sintiendo frío y sueño con el ruido de las olas que rompen en los puertos, con la vibración de una manada de caballos salvajes sobre mi espalda y las sábanas, junto al colchón, no son suficiente cobijo a la huella profunda del abandono. La noche me ha escupido fuera de su polvo de estrellas casi al amanecer. Hay jaleo fuera y cuando acudo a la puerta a mirar que pasa, la mano violenta de mi madre me vuelve a colocar dentro de casa. Me ha dado tiempo a ver al verano sentado en su silla llorando abriles. Esta noche no habrá estaciones frente a la casa, ni sandía ni frases que no entiendo ni el precipicio dentro de los ojos, solo dos sillas vacías que dejan en mi abuela un poso de café quemado al fondo de la lengua.
La señora Clarita no está, y a esta calle le falta luz y las noches al fresco. Agosto ha vuelto convertido en enero.
Nia Estévez Portillo
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