EL CRISTAL VERDE Capítulo 2

2

EL CRISTAL VERDE

Caída la tarde, los pacientes se reunían dentro, escapando del fresco de la despedida del sol. «¡Estúpida! ¿Qué coño quiere saber ahora ella, que no sepa Moreno ya? Llevo tres años aquí, aguantando gilipolleces de terapias, y preguntas con las que creen que me conocerán mejor. ¡No me conocen! ¡No saben nada!»

Helena caminaba errática, de una ventana a otra de la sala de recreo, en el interior del edificio. Estaba enfadada. De los cinco años de condena ya habían pasado tres. Sabía que le tocaba la evaluación correspondiente a su puesta en libertad. Su buen comportamiento, su calma y la voluntad de colaboración dentro de sus límites, habían propiciado que la opción a salir estuviera cerca, muy cerca. Con lo que no contaba, era con la nueva invitada a la partida. Estaba convencida de que Moreno sería el que informaría sobre su estado. Para eso había estado trabajando tanto tiempo.
«¡Mierda! No me gusta esa mujer. Es el mismísimo estandarte de la razón. Su razón, no la mía. Ese hijo de la gran puta se lo merecía.» Se rascaba la cicatriz en el vaivén de ventana a ventana. Decidió que sería mejor calmarse, pero le estaba costando mantenerse tranquila con la nueva merodeando por allí. Se sentó a la mesa de juegos, junto a otros dos compañeros, pero nadie le hizo caso, y ella se mantuvo sentada, observando, esperando.

Después de la cena, se acercó a enfermería buscando a Mateo, «un gordo vestido de enfermero, con más vergüenza que escrúpulos». La comida siempre iba acompañada de las medicinas de la noche, se las administraban para que todos durmieran como angelitos, y los pocos que hacían las guardias nocturnas, no tuvieran mucho trabajo.

— Hola Mateo. —El hombre no respondió, pero se quedó pendiente. — Necesito que me des otra de esas para dormir mejor, hoy estoy muy nerviosa, ¿sabes?

— ¿Y tú qué me das a cambio?

— «¡Puto cerdo!» — Lo pensó, pero no lo dijo. — Ya lo sabes, luego te pasas por la habitación.

Mateo le enseñó los dientes en un gesto entre la sonrisa y la depravación, y se dio la vuelta para buscar la pastilla. Se la entregó mirándola fijamente, despacio.

— No te la tomes hasta que haya ido yo, loca de mierda. No quiero que te quedes K.O.

— ¡Que sí, coño!

Helena se marchó directamente a su habitación. Allí esperaría unos cincuenta minutos a que apareciera el enfermero. En un lugar como aquel, tenía pocas opciones para negociar y conseguir lo que quería.
Alguna vez había visto que lo tomaban por la fuerza, en su caso, era mejor mantener el control y ofrecerse, para seguir manejando la situación. Un quid pro quo poco ortodoxo, pero necesario.

«El gordo suda que da asco» Su mano se movía con prisas, tropezando con su barriga, golpeándola con violencia, jadeando por el esfuerzo para que le oyera el enfermero, y acabara antes, confundiendo el cansancio con éxtasis. Cuando hubo terminado, en un tiempo tolerable, le soltó y se marchó al baño para lavarse las manos. Cerró la puerta, no había cerrojos, y espero a que se fuera. Se miraba en el espejo, preguntándose cuanto duraría aquello. «Tengo que portarme bien».
Se dio cuenta de que su camisón, se había manchado del fluido del enfermero. Lo sacó por la cabeza con asco, lo tiró al suelo y se metió en la ducha.

La noche la pasó inquieta, soñando pesadillas.
«Se miraba las manos manchadas de sangre y estaba angustiada, asustada. Al levantar la cabeza para ver dónde se encontraba, volvió a su casa, a su hogar, con su hija. La luz del día se colaba en el salón a través de la ventana. Un resplandor cálido, la envolvía mientras bailaba, parecía ir a cámara lenta, ella iluminaba más que el sol. Alba tenía 12 años, estaba preciosa con su tu-tú de ballet, dando vueltas y vueltas, y sonriendo. Le gustaba bailar. Cuando se paró en seco, frente a ella, estaba llorando. ¡Mamá!, gritó. Se fijó en su cara. Estaba magullada, sangraba y su vestidito estaba sucio…»

— ¡Ah…!

El grito retumbó en la habitación, el camisón estaba pegado a su cuerpo y el pelo mojado en la nuca. Jadeaba, se mareaba y le dolía la cicatriz de su mano. La pastilla no había podido con aquello. Estaba escondido, arrebujado en el fondo, pisoteado en lo más profundo. Esperando para volver a salir.

La mañana le devolvió algo de calma. Se sentó a desayunar, y Mateo paseo por las mesas del comedor, detrás del carro de la comida, con la dosis de cada paciente. Un café, unas galletas, una pastilla…. Llegó hasta la mesa de Helena, dejó su dosis junto al café y le tocó el hombro. Helena se mantuvo mirando la taza, mientras una arcada le subía y le quemaba en la garganta. «Puto gordo asqueroso, me vas a dar el desayuno»

— ¿Helena González? — Le llamaron desde la puerta. — Termina ya que te espera la doctora.

— Voy.

Dejó el desayuno a medias y se fue.

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