EL CRISTAL VERDE Capítulo 1

EL CRISTAL VERDE

Estaba repasando el contenido de la carpeta marrón, cuando uno de los enfermeros llamó a la puerta del despacho. El golpeteo seco, sobre el cristal, no sobre la madera, le hizo revolverse y levantar la cabeza, para mirar a la puerta.

—Pase.

La corriente de aire, cerró la ventana de golpe, y la carpeta y todo su contenido, acabó por los suelos.

—Lo siento. No pretendía asustarla. El doctor Moreno no suele tener las ventanas abiertas, por seguridad. Ya sabe.

—SÍ ya sé, ya sé. —Caminó hacia la ventana para cerrarla y al moverla, cayó uno de los cristales que conformaban la vidriera. —¡Mierda! Mande a reparar, por favor.

—Claro. ¿Dejo pasar a la paciente? Ella está lista. Está esperando fuera.

—Deme unos minutos a que me sitúe y déjela entrar.

Recogió los cristales primero y se los entregó al enfermero, y después los papeles del suelo, los colocó desordenados en la carpeta, tomando solo aquella hoja en la que aparecía el nombre: Helena González Prieto. Paciente número 276. Ordenó en su cabeza lo que acababa de leer hacía apenas unos minutos, y abrió la puerta, que el enfermero había cerrado cuando salió con los cristales, indicando con el gesto, que estaba lista.

Sentada detrás de su mesa, abstraída en sus pensamientos mirando hacía la ventana, pretendía dar lugar a un espacio de tiempo, que le permitiera observar a la paciente, antes de empezar la terapia. La mujer que estaba por entrar, llevaba tres años en aquel psiquiátrico. Esperaba a la resolución de su estado, después de tanto tiempo, sin haber dicho apenas algunas palabras. No sabía si se negaba a hablar, o los sucesos acontecidos en su vida, habían afectado a su habla de alguna manera. Estaba allí para dejar claro que, fuera lo que fuese, que le ocurriera a aquella mujer, era un trastorno claramente establecido en el ámbito de la psiquiatría.

Notó las manos frías, a consecuencia del aire que entraba por el agujero de la ventana. Mientras la miraba, pensaba en cuánto tiempo tardarían en arreglar aquel cristal, antes de que se quedara helada. Al volver la cabeza, una mujer parada frente a ella, de pie, la observaba en silencio. Vestida con un chándal gris, se adivinaba un figura delgada, algo huesuda. Su pelo era castaño, por debajo de las orejas, mal cortado. Sus ojos marrones, mostraban una mirada equilibrada, que para nada fundamentaban los adjetivos de su historial.

—Siéntate, eh… Helena. —Levantó la vista del papel.

Obedeció, después de lo que parecía un último vistazo a su persona. No dijo nada. Apartó la vista para dirigirla a la ventana, y al pequeño espacio cuadrado, por el que se colaba el aire. Devolvió sus ojos a la doctora.

—¿Y Moreno?

—Buenos días. Mi nombre es Isabel, voy a evaluarte. Moreno no te lleva ahora. Estoy aquí para verificar tu problema. Para certificar que la sentencia de tu encierro es correcta. Que no estás aquí por error, en lugar de estar en una cárcel, no sé si me entiendes. —Hablaba errática, como quién da su primer discurso.

—¿Te pongo nerviosa?, tranquila, no voy a matar a nadie.

—En absoluto, —mintió —no eres mi primera paciente. —Eso último sí era verdad.

Aquella mujer le transmitía algo que no era capaz de identificar, podía ser intimidación, desafío. Prefirió acercarse a la paciente, y se movió hasta un sillón individual, colocado en diagonal al que estaba ocupando ella. En el historial no constaba nada de que hubiera tenido conductas agresivas durante su estancia allí, de modo que, no había motivos para mantenerse alejada, ni tomar ninguna otra medida. La puerta cerrada, la ventana rota y las dos colocadas cerca, Isabel comenzó la entrevista.
Después de unos pocos minutos, acabó exasperando. No contestó a una sola de sus preguntas, no apartó la mirada del hueco de la ventana. El único movimiento que hacía, se limitaba a rascarse la cicatriz de la palma de su mano derecha. De todas las cuestiones a evaluar, aquella referida a su habla, estaba clara. No decía apenas nada, por la sencilla razón, de que no le daba la gana.

Isabel se mantuvo callada y observando a la paciente, durante unos minutos más, y a continuación, se levantó para dirigirse a la puerta y llamar al enfermero.

—Ya hemos terminado.

—¿Tan pronto?

—No ha estado muy colaborativa.

Se quedó sola en aquel despacho ajeno, ordenando la carpeta que antes había tirado al suelo, reflexionando sobre la tarea que tenía por delante, y sobre aquella mujer, la paciente 276, que no hacía coincidir su comportamiento con lo que había reflejado en su historial. Aunque, era solo el primer día.
Se acercó a la ventana. Desde allí podía verse casi al completo, un jardín trasero, de importantes dimensiones, por el que los pacientes paseaban, charlaban, usaban juegos de mesa, tomaban el aire. El edificio estaba dividido en dos alas muy evidentes, situadas en la planta superior. En el que se encontraban las habitaciones de los pacientes, la decoración de las paredes y los muebles, era algo más acogedora, intentando otorgarle una falsa imagen de hogar. El ala de las consultas, era un mero hospital. Estaban unidas por una planta baja, con los comedores y otras salas de recreo, y un hall, gobernado por unas escaleras muy amplias.
Allí abajo, sentada en un banco, entre el verde y el ámbar del otoño, podía ver a Helena, sola. Quedaba de espaldas a la ventana, y se tomó libertad, para poder detenerse en sus detalles. La espalada separada del respaldo, los pies recogidos sobre el banco, le parecía que mantenía una postura incómoda. Estaba inmóvil mirando al frente. De buenas a primeras, bajó los pies y se levantó, se colocó el gorro de la sudadera sobre la cabeza, dio dos pasos separándose de su asiento, giró, y quedó de pie frente a la ventana, con los brazos caídos a los costados, parecía mirar el banco. Entonces, levantó la cabeza y sus miradas se fijaron. Isabel volvió a sentir la misma intimidación que cuando estuviera en el despacho, así que cerró la ventana, y retrocedió para salir de su campo de visión. Respiraba deprisa, «¿Qué coño pasa con esta mujer…?»

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